TABULA RASA, 2000
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En la antigua Grecia se consideraba que la memoria era comparable a una tabla de cera sobre la cual las experiencias iban dejando su huella a lo largo de toda la vida. Dependiendo de la intensidad del acontecimiento, la marca sobre la tabla era más profunda y, por tanto, el recuerdo era más permanente. Al nacer, esta tabla era totalmente lisa, libre de cualquier estigma, ya que las experiencias no habían actuado sobre ella. Esta es la metáfora que originó la expresión ‘Tabula rasa’.
Para que las huellas que dejan los acontecimientos sean más perdurables, el hombre ha inventado todo tipo de objetos e instrumentos que preservan y archivan la memoria individual y colectiva. La vista y el oído han sido los sentidos más imitados a través de instrumentos como las cámaras grabadoras y filmadoras. La capacidad de guardar y reproducir a voluntad es prioritaria. Se trata de documentar exhaustivamente el mundo, casi emulando al pobre ‘Funes el memorioso’, el personaje de Borges que lo recuerda absolutamente todo. Un individuo que, incapaz de olvidar nada, se encuentra obligado a recordar en tiempo real, de tal manera que necesita un día entero para evocar todo lo que recuerda de un día.
En el otro extremo, el enfermo de Alzheimer se encuentra irremisiblemente inmerso en un proceso de olvido de todo lo que ha conocido y ha aprendido. Una foto, una palabra o un sonido, pueden ser el dispositivo para él que precipite recuerdos inaccesibles, que substituya sinapsis interrumpidas.
Como explica Juan Carlos López en su libro, El taller de la memoria, evocar los recuerdos es reconstruir el pasado a partir de fragmentos y llenar los vacíos con nuestras expectativas y deseos. Por ello, las imágenes de nuestra memoria no se manifiestan como la perfecta composición, la disposición y la nitidez de las figuras que ofrece una fotografía, sino como aquellos pequeños detalles que se descubren, en cambio, cuando miramos las fotografías lentamente y muy de cerca.